Dibujó dos rayas. Dos líneas negras, bien
marcadas, sobre el papel que llevaba tumbado encima de la mesa toda la tarde. No
soportaba verlo ahí arriba, impasible, enfrente de él como diciendo “¿y tú qué?”
No sabía que escribir una carta fuese tan
difícil.
Había escrito ensayos, redacciones, pequeños
cuentos, relatos y canciones. Había escrito historias de ficción, historias que
no eran más que su vida puesta en papel. Tenía toneladas de folios bajo el
cajón de la cama, manchados de frases sueltas, delirios. Había algún poema,
incluso una vez, se aventuró con una nota de suicidio, por algún extraño tipo
de macabra diversión, se decía. Y todo eso sin problemas. Pero ‘todo eso’
permanecía allí, bajo su cama, Esperándole a él o al tiempo y a salvo de otras
manos bajo cuya presión pudiesen resquebrajarse. Ni si quiera sabía si lo que escribía
podía tener algo de significado para el resto del mundo porque jamás había
compartido sus líneas con ojos ajenos. Y después de todo aquello, su vida, los
callos en el pulgar y las frases acomodándose entre las esquinas de su cabeza,
se quedaba absorto ante el papel, en blanco como él y con el miedo que le trepaba
por la garganta y no sabía si no moverse jamás del sitio o echar a correr.
Al final, muy entrada la
noche, se alejó y sobre el papel lo que quedaba: dos líneas negras torcidas y
algo combadas y bajo este cuasi-dibujo, sólo unas palabras
“tan cerca y sin tocarse
jamás. Me recuerdan a nosotros.”
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